miércoles, 4 de mayo de 2022

Héroe sin cabeza



Lidia se despertó con una canción.  Miró el reloj que estaba en la mesa de noche y eran las cinco de la madrugada. No podía creerlo, otra vez su vecino tenía la música alta. Se sentó y le tomó apenas unos segundos reconocer la melodía: La cama vacía de Alci Acosta.

Lo supo al tiro porque era la canción preferida de su papá que había muerto hace tres meses. Sin fuerzas se levantó, caminó por su departamento hasta el pasillo y tocó la puerta del apartamento 125. 

—Don Julio, por favor bájele el volumen a la música, deje dormir al resto, gritó—

Nadie le contestó, pero la música se cortó de golpe. Volvió a su cuarto, se metió bajo las sábanas e intentó dormir. Pero, los recuerdos de su papá se le asomaron en la mente. Se instalaron allí con esa palabra maldita que no soluciona nada, pero que existe. Si hubiera llegado antes, si hubiera tenido más tiempo para estar con él. Si hubiera ido ese día. Si hubiera. Y si no hubiera. Los ojos se le humedecieron.

Sonó su despertador y se sentó frente a su computadora para terminar de escribir una nota para el periódico en que trabaja. Apenas escribió dos frases y nuevamente la misma canción atravesaba el edificio de paredes cuarteadas y húmedas. Atravesaba su departamento. La atravesaba a ella. Sentía que un poco más de ruido haría caer el edificio. La haría exponer las ruinas que llevaba por dentro. 

—¿Dónde había quedado la amabilidad que tenía don Julio? ¿Qué le estará sucediendo? —

Se paró frente a la ventana y vio cruzar la calle a don Julio. Tenía puesta esa fea y apestosa chompa gris que nunca se quitaba y su bastón plateado. Esa fea chompa con la que tantas veces lo vio en la sala del apartamento de su papá jugando las cartas. Fumando, bebiendo, compartiendo secretos y gustos musicales.

Por eso Lidia no podía contener su enojo. Estaba segura, que el viejo sabía que aquella canción era la preferida de su papá. 

—¿cómo no podía ver, que repetirla tantas veces, le hacía daño, la torturaba?—


Que la letra era un cincel que arrancaba pedazos de su vida. Esa que después de la muerte de su papá ni siquiera quería. Y que solo bastaba abrir la ventana de su apartamento para acabar con ella.

También pensó que quizás lo de la música no era una acción inocente. Que por alguna razón la tocaba siempre a las cinco de la madrugada. 

—¿Y sin don Julio sabe o sospecha lo que en verdad ocurrió, ese día, el día de la muerte de mi papá? — Se preguntó Lidia. 

Como todas las mañanas don Julio volvía de la panadería que estaba en la calle 16, frente a los condominios del Magisterio donde eran vecinos. Al terminar de cruzar la calle alzó la mirada y se encontró con la de Lidia que lo observaba desde la ventana. 

No dejaron de verse a los ojos hasta que don Julio entró al edificio. Lidia corrió hasta el pasillo y se paró frente a la puerta del apartamento de don Julio. No sabía cómo decirle que la música alta no la dejaba dormir. Que era la última vez que se lo pediría sino lo acusaría con el administrador. 

Aunque en realidad, quería pedirle que se olvide de aquella canción. Que se olvide del pasado. Que se olvide de su papá. O quizás, solo empujarlo por el hueco del ascensor estaría bien, pensó.

Desde donde estaba podía escuchar al viejo ascensor detenerse en cada piso. Lidia tenía los brazos cruzados, no dejaba de dar pequeños golpes con la punta del pie sobre el piso y morderse su labio inferior. 

Cuando vio que la puerta del ascensor se abrió intentó decir una palabra. Pero no había a quién decírselas. El ascensor estaba vacío.

 Lidia se enojó mucho más, entró a su departamento y lanzó la puerta con rabia. Sin embargo, le extrañó no ver al viejo. Nunca solía quedarse en ningún sitio. Era muy temático y rutinario, se dijo. 

Volvió a su computadora. La estaban apurando para que entregue su reportaje de edificios construidos sobre antiguos cementerios. Llamaron a la puerta. Pensó que quizás era don Julio para disculparse, pero no. Era Miriam y su novio Juan. Ellos tampoco habían podido dormir.

Mientras estaban hablando volvió a sonar la música y sentían la vibración de los decibeles en las paredes. Alci Acosta se desgañotaba con esa melodía tristisima que a nadie deja indiferente porque te arropa como una verdad absoluta.

Los tres como poseídos fueron a tocar la puerta de don Julio. Después de unos cuantos golpes la música se apagó. Tocaron, pero de nuevo nadie respondió. Lidia apoyó su oreja sobre la puerta, escuchó pasos. Un cristal caerse al piso y romperse. Un golpe secó como cuando una persona pierde el equilibrio y cae al suelo.


Lo siguiente fue un silencio total. Gritaron una y otra vezn, pero no hubo respuesta. Era como si sus voces no tuvieran la potencia para atravesar las paredes.

Se preocuparon y Lidia decidió llamar a emergencias. A los bomberos les tomó solo cinco minutos abrir la puerta y un olor a carne podrida golpeó las narices de todos. A Lidia le dio arcadas. No alcanzaba a recuperarse cuando uno de los bomberos les dijo: Hay un cuerpo en descomposición. Lidia sonrió. 


Fue una de esas sonrisas nerviosas cargadas de temor y alivio. De esas que te dan la seguridad que nadie más puede exponer una verdad que intentas mantener oculta a cualquier costo. La Unidad de Criminalística interrogó a Lidia, Miriam y Juan. 

Le preguntaron a Lidia: —¿Cuándo vio a su vecino por última vez? —


—Está mañana, respondió, con toda seguridad—


El forense la miró extrañado. Eso no puede ser, este cuerpo al menos tiene dos semanas en ese estado, le dijo. 

Cómo se explica la música de las madrugadas. El ruido del cristal roto. El sonido de un cuerpo cayendo al piso. Él entrando al edificio con una bolsa de pan. Todas esas palabras fueron cayendo como una espiral en la mente de Lidia. Una espiral que la succionaba. 


Miró hacia el departamento como para asegurarse que se trataba de la misma persona. Para asegurarse que no había perdido la cordura. Que no la perseguían los fantasmas. Y allí estaba. 

El cuerpo o lo que quedaba de él, tenía puesta la chompa gris, recostado en el sillón donde jugaba a las cartas con su padre. No podía ser otra persona. Nadie usaría esa chompa horrible, pensó. 


Esa que había sido un regalo del papá de Lidia para don Julio la navidad pasada. Aunque más que un regalo, fue una herencia. Esa noche durante la cena que Lidia había preparado, su padre les dijo en el momento del brindis que tenía cáncer terminal. Enseguida les entregó sus regalos como si el anuncio hubiese sido algo trivial. 


Y empezó hablar sin consultarle a Lidia que ella se haría cargo de cuidarlo hasta su último día. 


—Un padre no se abandona, mucho menos cuando lo ha dado todo por su única hija—


 Ella seguía como pegada a la mesa sin asimilar la noticia. Solo podía pensar en los meses que le quedaban a su padre de vida, seis o doce. Quizás un año o dos. 


Asearlo. Tal vez cambiarle el pañal. Nada más repulsivo que eso. Nada más denigrante que verle el sexo a su papá. Que darle la sopa mientras se le escurre por las comisuras de la boca. 


Se puso de pie. Abrió la ventana, necesitaba respirar. Necesitaba todo el aire del planeta. 

—¿Por qué aparece esta enfermedad después de tanto tiempo? —


Por qué no, una de esas noches en que no esperas nada de la vida. Del mundo. Por qué no un infarto fulminante mientras sus manos largas se te enredaban en las caderas como una serpiente. Por qué no el momento previo a darte cuenta que la persona que se supone debe cuidarte, es en un héroe sin cabeza. 


Pero te heredó la nariz y debes empolvarla para desaparecer sus rasgos. Para que al mirarte al espejo, no te recuerde a él. No te recuerde que su sangre te recorre completa. Que hace bombear tu corazón vuelto trizas y lleno de angustia. 


Y es el momento cuando deseas desangrarte como cuando le cortan la cabeza a un pollo. O simplemente cambiarla de color y en vez de roja fuese rosa o quizás azul. Pero no. Allí andas con los rasgos de tu padre por delante y cada vez alguien te lo recuerda.


 —Pero si eres idéntica a tu padre. Sacaste su misma nariz. Allí están los Valenzuela pintados— solía decirle la tía Lucinda.


Lidia volteó y vio al par de viejos brindar por la vida. Sonreír como en un carnaval mientras acababan con la cena. Se marchó en silencio dando pasos pequeños. Pero una idea daba pasos largos en su cabeza y la llevaba por un callejón sin regreso. Por un lugar de donde no se vuelve, y si lo haces, ya no serás la misma porque habrá sangre en tus manos...





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