martes, 11 de abril de 2023

El cuartito


Recostado en una hamaca miraba el cielo y una idea rondaba su cabeza: dejar de vivir. 

Como una bandada de pájaros que lo picoteaban y arrancaban sus carnes la idea de morirse se convertía en anhelo. Aunque algo dentro de sí se negaba a obedecer al impulso de desaparecer.

—¿Quién está tan dañado para desear morir cuando se mece en una hamaca?, se preguntó.—

No hizo falta responderse.

Sentía por dentro, abandono, como si hace mucho se hubiese ido y el de la hamaca fuese solo un cascarón. Deseaba tanto morirse que pensarlo le dio miedo. Sintió terror de la sola idea de ya no estar. De ya no ver ese cielo que se veía azul bonito desde su hamaca. 

De ya no ver a su María preparándole corviches en la cocina. De ya no ver a sus nietos que amaba y a veces odiaba con todas sus fuerzas. Odiaba sus gritos por toda la casa. Y amaba verlos dormir por la tarde, por la noche porque la casa recobraba el silencio que le gustaba. Y ojalá se durmieran para siempre, se decía.

A su edad el silencio es un compañero de vida que no tiene cuerpo pero sí voz. Es clara, alta y fuerte. 

—Y cada día le dice: quema a los niños o muérete tú. Es la paz que buscas—

Odiaba tanto el ruido que rompió el timbre de la casa y quemó el teléfono. Disfrutaba del silencio más que de otra cosa y sabía que lo acompañaría por siempre en su ataúd. 

Se imaginó morirse y nuevamente se aterró. Entonces pensó en cómo se degenera el cuerpo con el paso de los años.

El suyo tenía diabetes y una hipertensión que le podría causar un infarto, le había dicho el médico.  A veces podía sentir su ritmo cardiaco como un caballo desbocado. Podía sentir la muerte balanceándose en la hamaca con él.

Pensó que  quizás terminaría como su abuela, con el cuerpo pudriéndose por la diabetes avanzada. Con lepras supurantes, mal olientes  y que nadie quería curar. Tampoco él.

Entonces le suplicó a la virgencita que tenía en el portal de su casa que le quitase la cordura.

Pensó que si recibía la muerte sin estar consciente de que había muerto, seguiría viviendo. Al final sintió que lo que le asustaba no era la muerte, sino estar cuerdo y consciente de su último momento en la tierra. Era ese el portal que se negaba a atravesar. No quería encontrarse con ella, mirarla a los ojos y reconocerla porque algunas veces se habían visto de frente. 

Le asustaban dos cosas de la muerte: la posición de los ojos y el ritmo respiratorio de una persona cuando está cruzando el umbral. 

Cuando tenía once años fue la primera vez que la vio llegar a su casa. Llegó buscando  a su abuela sin tocar la puerta. Por eso sabía lo que no le gustaba de ella. Nunca pudo olvidarla. El recuerdo del último respiro de la abuela mientras le sostenía su mano porque no había nadie más en casa, lo acompañó siempre.

Mamá le había  gritado antes de tirar la puerta: —Mira a la abuela que voy a la tienda—

Caminó como un zombi hasta el cuartito del fondo donde la abuela había estado los últimos tres años luchando contra una gangrena producto de la diabetes que se la comía por partes. Primero le amputaron las dos piernas y hace poco su brazo izquierdo.

Pero la gangrena seguía devorándola por partes. Ahora había empezado por el dedo índice de la única mano que le quedaba.


Siguió dando pasos y través del dintel podía ver la atmósfera del cuartito que siempre estaba oscuro. Era el lugar más oscuro de la casa. Atravesar la puerta le helaba la piel a cualquiera. Un escalofrío le bajó por la espalda y le llegó a los talones.

Se mantuvo de pie frente a la puerta y aunque intentaba dar pasos, los pies le pesaban como si fuesen de plomo.

Su inmovilidad no lo dejaba atender el quejido detrás de la puerta. La abuela siempre se quejaba pero esta vez los sonidos eran distintos. Se oía como un pelícano batiendo las alas. Como un puerco cuando le cortan el cuello. Como un ventarrón arrancando la copa de los árboles. Como un graznido de pájaros salvajes picoteando todo a su paso.

Dio unos pasos más y puso su mano en la perilla y los quejidos dejaron de brotar de detrás de la puerta. Intentó retroceder pero el eco de una persona ahogándose llegó a sus oídos. 

—La abuela se ahoga, se dijo—

Giró la perilla y entró al cuarto que tenía un altar con una vela roja al pie de la virgen Narcisita de Jesús y otros santos de cartón que velaban a la abuela. Ella estiró su única mano, que en ese momento parecía crecer y crecer hasta tomar la suya.

Recuerda verla inhalar e intentar respirar  y al hacerlo le apretaba los dedos como si fuese a aplastarlos como a una uva. La abuela inhaló hasta que la barriga se le abultó del tamaño de un globo. Así mismo se desinfló despacio como un globo agujereado. Se iba la vida, se iba la tarde y la piel le cambiaba de color marrón a oscuro. De marrón a más oscuro. 

La abuela dejó de apretarle la mano y fue cerrando la boca poco a poco mientras se veía su dentadura postiza, perfecta y brillante. 

La vela del altar se apagó y la oscuridad del cuarto lo envolvió entero. Y antes de poder salir a buscar a su mamá para decirle que la abuela había muerto, esta le apretó la mano. 

Como aquella vez, esa tarde en la hamaca, la vela de la virgencita se apagó y el cielo fue de marrón a oscuro. De oscuro a más oscuro.


No hay comentarios:

Publicar un comentario